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Bernardo Meneses Curling

A las ocho de la mañana, siendo un niño que viajaba en Ferrocarril, llegué a Veracruz, a donde en el mes de marzo se han cumplido 500 años de que también había llegado Hernán Cortes, pero desde el mar y acompañado de unos 12 navíos, un ejército de unos 900 hombres, entre ellos 700 soldados españoles y 200 esclavos antillanos y africanos que servían como auxiliares de tropa; 12 cañones, 4 falconetes (cañones pequeños anti personas) trece arcabuceros, 32 ballesteros y 32 caballos. Armas y recursos tecnológicos y materiales muy superiores a los que contaban los mesoamericanos.

Ese ejército español era tres veces superior en su número de soldados a los trescientos moros que, en el año 711 D. C., atravesaron desde Marruecos el estrecho de Gibraltar y (en forma similar a como ocurriría en México, gracias a la superioridad tecnológica de sus armas) conquistaron, paso a paso, a las naciones y reinos de la península ibérica, que desde entonces permanecieron 800 años bajo dominio moro-musulmán, al final de cuya ocupación se produjo la integración, unas veces negociada y otras violentamente forzada (como se manifiesta hasta hoy), de esas naciones que constituyeron a España.

Pero los “hombres blancos y barbados”, sin siquiera sospecharlo, también llevaban consigo a un personaje que resultaría definitivo para la derrota del imperio Azteca y la conquista de México: Malintzin, una de las veinte doncellas, esclavas, que después de la batalla de Centla, Tabasco, fueron entregadas como tributo a Hernán Cortés.

Malintzin o Malinalli Tenépatl (tenepatl: «persona que habla mucho, con entusiasmo y fluidez»), bautizada en Centla por los españoles como Marina y reconocida por ellos mismos, en el curso de la conquista, como “Doña Marina”, conocida históricamente como la Malinche, hablaba maya y náhuatl, su lengua materna, lo que Cortés supo y aprovechó desde que llegaron ante él los primeros enviados de Moctezuma. Además, muy pronto aprendió el castellano.

Había nacido en una familia noble (es decir, de gobernantes que se transmitían el poder por herencia) hacia el año 1500, al parecer cerca de Coatzacoalcos (antigua metrópoli olmeca). A la muerte de su padre cayó en esclavitud y fue vendida por mercaderes al cacique de Centla. Mujer joven y bella, muy inteligente y hábil, con conocimientos, visión y criterio propios, aceptó ayudar como intérprete a Cortés a cambio de ser liberada por este de su condición de esclava. Pero pronto se desempeñó además como consejera, intermediaria, negociadora. Se opuso, casi siempre sin éxito, a los excesos y abusos de Cortés y los demás españoles.

Así, este estratega y Malintzin ya pudieron buscar y conseguir las alianzas y los apoyos militares de los pueblos inconformes, como ella misma, por el sojuzgamiento y los tributos que les imponían los aztecas. Y Cortés ya pudo ir en busca de la conquista y del oro y los tesoros que sabía guardaban la Gran Tenochtitlán. Más adelante, como dice una crónica de la época, “se echaron carnalmente” y Doña Marina dio a luz a Martín Cortés (nombre de su abuelo paterno), quien es considerado uno de los primeros mestizos surgidos de la conquista de México.

Cuando al pie del Popocatépetl, por vez primera se asomaron al Valle de Anáhuac, los españoles quedaron maravillados, primero, por su belleza y luego por su riqueza, todo poblado de bosques, de lagos, de aves y de animales de montaña. Pero lo que más les impresionó fue la magnificencia, la monumentalidad arquitectónica de edificios y plazas públicas de la ciudad de Tenochtitlán, plantada sobre el gran lago y surcada por canales transversales.

Bernal Díaz del Castillo, uno de los soldados de este ejército invasor, quien al paso de los años escribió el libro La Verdadera Historia de la Conquista de la Nueva España, dijo que los españoles creían haber llegado al paraíso. Además, consigna, él y otros que como soldados habían estado en las principales ciudades del Mediterráneo y de Europa, incluidas Venecia y Florencia, nunca habían visto una ciudad más grande ni más bella.

Sin embargo, nos damos cuenta que, desde la conquista, llevados por el fundamentalismo católico de su época, soldados y clérigos se dieron a la tarea de destruir los símbolos y monumentos, los templos y la cultura de los pueblos Azteca y mesoamericanos. Aunque, como sabemos, no lo lograron totalmente.

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