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Roberto Ulises Baltazar Márquez1

El 1° de diciembre de 1940 México, el presidente Lázaro Cárdenas acudió a la Cámara de Diputados para ser parte central de un acto poco usual para un país con 120 años de vida independiente: entregar la banda presidencial y el poder a Manuel Ávila Camacho. La ceremonia fue un acto republicano, severo, indispensable en un país tan necesitado de estabilidad política. El acto simbólico, tiene una gran significación porque permite que observemos la transmisión del poder presidencial de manera continuada, periódica y pacífica, con el respaldo legitimador del sufragio efectivo. En los años que habrían de venir, México se distinguió por ser la democracia más estable de Latinoamérica, mientras que la institucionalización que se derivó de la estabilidad, fue el aliciente que requería la economía nacional para constituir lo que se conoció como milagro mexicano, fenómeno económico que combinó por única vez en la historia, estabilidad política, crecimiento económico y paz social.

Hoy, a casi ochenta años de esa fecha, la transmisión del poder presidencial no presenta conflicto alguno; con exactitud republicana, cada seis años el país entra en una euforia colectiva para elegir al nuevo presidente. De 1988 para acá, el espectáculo cívico se convirtió en una real disputa por el poder, con lo que la democracia entró en una dimensión de competencia y alternancia, que era indispensable. El mecanismo de transmisión es aceptado por todos los actores políticos y, naturalmente, cada uno quiere imponer reglas de competencia que los beneficie. Así tenemos que mientras los partidos políticos quieren acrecentar su predominio, los candidatos independientes buscan hacer más fácil su participación, en tanto que las iglesias desafían el laicismo y los medios de comunicación buscan que la propaganda electoral sea nuevamente de contratación libre.

La euforia que compartimos una parte muy importante de los mexicanos en cada renovación sexenal, tiene que ver con la cultura política que se ha afianzado en el país y que está vinculada, entre otros elementos que la constituyen, a la fascinación que nos inspira la figura del presidente.

Hace 206 años, mientras Morelos, López Rayón, Sixto Verduzco, Liceaga y otros luchadores, trataban de continuar la lucha militar que inició Hidalgo, también buscaron crear las primeras formas de gobierno de las fuerzas insurgentes. Con la Junta de Zitácuaro también se mostró el encanto de todas las fuerzas por el poder, los deseos personales y caudillescos incontrolables, las luchas intestinas perniciosas e inevitables y el primer fracaso político de una nación en ciernes.

En 2018, México se enfrenta nuevamente a la sucesión presidencial y tiene ante sí, por primera vez un su historia, una modalidad que pervierte la democracia: partidos políticos paradójicamente fuertes que, al ser superados por la realidad social, hacen que se desdibujen sus diferencias programáticas por lo que sus candidatos son personajes ideológicamente anodinos que responden con exactitud a esos escenarios confusos. Los partidos políticos no presentan proyectos sociales tan diferentes, con lo que todo se reduce al carisma y atractivo de los individuos quienes fungen como candidatos, es decir, la banalización de la política, en la que la ideología es la gran derrotada y el pragmatismo a ultranza es el eje sobre el que se mueven las ofertas electorales.

Es necesario detenerse en otro aspecto principalísimo de la banalización de la política en México; se refiere a la entronización del partido, la dirigencia y el candidato, por un lado, y el desplazamiento del militante y simpatizante y su anulación como fuerza política, por el otro. Para los partidos políticos, las grandes decisiones están reservadas para las dirigencias y se toman en un nivel distinto a las esferas de participación que le fueron fijadas internamente a los militantes; los casos del ascenso de Meade, López Obrador, Anaya y el Bronco, son más que elocuentes. No importa lo que digan y hagan, la gran decisión, la designación del candidato, se la asigna cada una de las nomenclaturas partidarias, hecho ampliamente antidemocrático, que se explica por la práctica que el priísmo afianzó en la cultura política pero que, lejos de desaparecer, se extiende y permea a todos los partidos e individuos independientes; es decir, las viejas prácticas tan criticadas al PRI se adoptan por todos sin rubor alguno. Cada uno de los partidos, incluidos los independientes, muestran procesos internos perfectamente acotados por sus dirigencias, en tanto que la comunicación con su propia militancia, es una muestra de engaños y divorcios. Estamos ante dos dimensiones de la política, la de las dirigencias que toma las decisiones y la de la gente que no participa e ignora. Es real, entonces, que el panorama político sea tristemente desalentador y nos encontremos distantes de la cabal salud de nuestro sistema político; en lugar de avanzar, retrocedemos, al hacer unánime el desplazamiento de la militancia y mayor la brecha entre partidos y ciudadanos.

Los hechos saltan a la vista y basta echar un ojo a los procesos de designación de los candidatos para constatar su veracidad. Tomemos el caso más grave, el de Morena, en el que López Obrador funge como el cacique del siglo XXI y todos los aspirantes a candidatos dentro de ese partido deben rendirle pleitesía ya que el gran elector es él, incluso para sí mismo, un nivel tan alto de autoritarismo que ni siquiera el mismo PRI alcanzó ni en los años más álgidos de su hegemonía. Para darle la necesaria legitimación, usa una herramienta altamente peligrosa: la asamblea y sus decisiones a mano alzada, en razón de que a la masa se le debilita tanto, por la manipulación a la que está expuesta, que está en posibilidad de aprobar lo que le proponga el jefe autoritario.

En el PRI las cosas no han cambiado mucho y el presidente de la República sigue conservando la potestad sobre la designación de su abanderado; usa las misma fórmulas de antaño y los rituales no han cambiado desde los tiempos en que inició el desarrollo estabilizador, aquellos días en los que Lázaro Cárdenas le informó a Manuel Ávila Camacho que era el designado. La legitimización del acto se hace mediante una asamblea que da curso legal a una decisión tomada en las caminatas vespertinas en los frondosos parques de los Pinos.

En el PAN, en cambio, las cosas sí experimentaron cambios para este proceso, puesto que por primera vez en la historia de ese partido, su presidente utilizó en favor esa posición para encaramarse en la candidatura, con lo que rompió con la sana tradición panista de que los presidentes no fueran candidatos en el proceso en lo que ellos dirigían. Fue tan desventajosa la dirección de Anaya para sus adversarios, que inhibió la competencia interna y su única opositora prefirió la vía independiente. Por su parte, el Bronco aprovechó las ventajas que proporciona ser gobernador para impulsarse desde ahí a una candidatura que no fue consultada con absolutamente nadie; fue la fuerza de su exposición en los medios y algún presupuesto usado para el efecto, los elementos que determinaron su candidatura y no algún proyecto de hondo calado que diera un valor superior a una propuesta que obligadamente debió haber sido diferente y que al no serlo, se topa con la indiferencia del electorado.

La banalización de la política, decíamos, tiene que ver más con las características personales de los candidatos que con su ideología y posiciones programáticas. En razón de ello, la elección inminente es terrible porque hay que elegir posturas y no posiciones. Si es así, los ciudadanos estamos indefensos por el nulo atractivo de esas personas en esas candidaturas. López Obrador, Meade, Anaya y el Bronco no representan mucho y sus posturas personales son irrelevantes. El problema es mucho más grave, el problema estriba en que están desvinculados de la realidad social, que no tienen un proyecto social que le dé un nuevo cauce al país.

En doscientos años de vida independiente le hemos dado a la figura del presidente una significación excesiva y nuestra democracia se encuentra atorada por ese peso sobredimensionado. Lo que está detrás de la añoranza por el presidente es la creencia que con un presidente afín la situación personal mejorará, no la del país. Con ello le damos la tutela de nuestras necesidades y nuestras creencias, nos quitamos la responsabilidad del desarrollo y se la damos al “papá gobierno”, con lo que no avanzamos un ápice desde que Guadalupe Victoria tomó el poder. No entendemos de los golpes que nos da el poder cada sexenio, de las satisfacciones que siempre posterga, de las esperanzas destrozadas por una figura presidencial que solo ve para la burbuja en la que vive. En 194 años hemos tenido 83 ocasiones de renovar esas expectativas y en todas, excepto dos, hemos sido avasallados por el poder. Aun así, no entendemos.

partidistas dominan de tal manera la esfera pública que, literalmente, rompen al país en dos, y ellos se ubican en un circuito de poder que no tiene nada que ver con una masa desencantada e inerme. Lo que significa en lenguaje llano, el peor escenario de la democracia.

No existe ningún elemento objetivo para pensar que el próximo presidente será diferente; sólo pueden creerlo así los que votan con fe, los que se apegan al dogma, los que basan su voto en la dureza.

El asunto es realmente grave y no corresponde al presidente resolverlo. Esa es la gran asignatura que tenemos los ciudadanos, la de superar falsas expectativas, dejar de pensar que todo depende del gobierno, pero de manera principalísima, convertirnos en ciudadanos y asumir que somos mayores de edad.

Si banalización quiere decir convertir algo en trivial, qué puede ser más banal que una elección sin izquierda después de 36 años de concurrencia animosa. La elección mexicana carece de sentido porque no contiene una opción que dé una auténtica luz democrática. Cancún Junio, 2018

1Realizó estudios de posgrados en: Esp. Políticas Públicas y Equidad de Género, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Planeación y Operación del Desarrollo Municipal y Regional: Metodología y Herramientas, Instituto Nacional de Administración Pública, A.C. El Enfoque Territorial del Desarrollo Regional, ONU (FAO-FODEPAL)

 

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