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Cesar Eugenio García Navarro

Nacido en Tuxtla Gutiérrez Chiapas
en 1973, aunque creció en Tumbala,
Estudio la Licenciatura en hoteleria en
la Universidad de Las Americas, Puebla.
Le gusta la literatura clásica, mitología
grecorromana, así como el misticismo sufí.
Fanatico de viajar por el mundo, conocer
nuevas culturas, hacer nuevas amistades. Sin
preferencias partidarias, le preocupa su país.


De ideologías y educación en México

El Caballito de Carlos IV. Foto Archivo

Cuando profundizamos en la historia mexicana, no deja de ser común observar sendas contradicciones con la historia oficial (esa que es transmitida en la escuela) y con lo que se supone el “deber ser” de lo que creemos son las cosas pero “resulta que no”. Un ejemplo donde pretendo unificar ambas paradojas es en lo que refiere al muy famoso (y muy prejuiciado) conflicto decimonónico entre “conservadores” y “liberales”.

Los “conservadores” eran una facción política inclinada a un gobierno central que asumía, siguiendo a don Lucas Alamán, que lo único que unía a los mexicanos era la religión católica, y que favorecer el sistema federal –propuesta liberal- era una irrealidad frente a una sociedad marginal, con autoridades políticas corrompidas que fácilmente verían en el principio de soberanía de los estados, un pretexto para consagrarse en tiranos de sus entidades, no rendir cuentas y desacatar las leyes cuando quisieran. Los “liberales”, a su vez, inspirados en el federalismo de los Estados Unidos soñaban un país de derechos y propiedad individual, enemigo de las viejas corporaciones y claramente rupturista con la historia colonial y toda su heredad, adecuando los principios lockeanos de la teoría de la división de poderes –como lo haría José M. Luis Mora-, y se lanzarían a una cruzada nacional para imponer –ellos dirían “modernizar”- los principios del “libre mercado”, destruyendo cualquier institución tradicional que violente la producción privada –aquí tenemos a Valentín Gómez Farías, Melchor Ocampo, los Lerdo de Tejada, Ponciano Arriaga, etc.-.

No pretendo profundizar en el tema al que tanto ha consagrado la historia nacional, solo pretendo dejar en claro que “se supone” que cualquier persona, haciendo uso de su “voluntad” -en términos kantianos, la voluntad es una capacidad intelectual de cualquier ser inteligente que le permite tomar decisiones, por ende es el momento metafísico de la libertad-, se puede inclinar por una u otra ideología (o conservador o liberal), y en un contexto de conflicto como lo es el escenario trágico en donde ambas visiones de mundo se enfrentan, y que tendrán en la llamada Guerra de los Tres Años (1857-1861) y después en la Intervención Francesa (1862-1867) y el Segundo Imperio Mexicano (1864-1867), su clímax.

Un hombre contemporáneo asumiría casi dogmáticamente el sustrato de libertad en el que fundamenta su inclinación política. Tan individualistas somos que no entenderíamos una decisión de preferencia partidista, sin apelar a factores intelectuales y que la luz de la razón, por supuesto, puede interpretar para comprender al otro en su decisión de profesar tal o cual ideología. Una ideología –termino marxista- es un aparato de creencias que un grupo determinado ha generado en torno suyo para asumir su rol en el sistema de producción imperante. Un dueño de los medios de producción, por ejemplo, “educa” a su descendencia de tal manera que pueda mantener el predominio de la producción en el sistema capitalista sin amenazas que lo destituyan. El riesgo es la visión ideologizada de una persona que le hace confundir el sentido de las cosas con una serie de nociones de grupo; la objetividad y la crítica se sustituyen, y aparecen versiones parciales, prejuiciadas o definitivamente “irreales” de los aconteceres. Existen entidades ingenuas que denominan “verdad” a su “ideología” y la posibilidad de colisionarse con otras ideologías que asumen que sus creencias son “la verdad”. La intransigencia al lidiar con el mosaico de comprensiones de las cosas, se puede explicar, en este tenor, como un enfrentamiento de ideologías que lo único que tienen en común –además de creer que cada cual tiene “la verdad”-, es su incapacidad de saberse portadoras de principios ideológicos que han prejuiciado su noción de ser de las cosas.

Un fanático que haya profesado su respectiva ideológica o conservadora o liberal, nos hace entender el “por qué” de su nivel de agresividad entre sí, y que después de haber lacerado violentamente al país con sus enfrentamientos perenes y sus radicalismos (sí, ambos, incluyendo a los idealizados liberales, comprendidos anacrónicamente como si fueran “nuestros contemporáneos”) ambos se nos muestran como igual de violentos –muy a pesar de versiones románticas de algunos historiadores que al “reconstruir la realidad”, más bien endulzan con datos acomodados a su juicio, las nociones más ramplonas de sus prejuicios e inclinaciones ideológicas, con muy poco, o definitivamente “nada” de realidad-. Pero la contradicción nos arroja al laberinto del absurdo cuando nuestras nociones de “voluntad” se ven violentamente contradichas, y resulta que los prejuicios ideológicos no son tales, sino más bien una burda representación de la cobardía, la ignorancia y la más pútrida mezquindad que hace quedar a la ideología como un monumento al compromiso y lealtad de “principios trascendentes”.

Maximiliano de Habsburgo. Foto Archivo

Leyendo las memorias del príncipe Félix de Salm Salm recién publicadas, por la Secretaría de Cultura de México, con el nombre de Mis Memorias Sobre Querétaro y Maximiliano,  la visión de primera mano del conflicto ya en momentos tan lóbregos como en el sitio de Querétaro, último bastión del Imperio, nos narra el autor, siendo ayuda de campo del emperador Maximiliano y jefe de cazadores –una guardia élite de imperialistas compuesta por milicianos de múltiples nacionalidades europeas, fundamentalmente austriacos, franceses y, como él, prusianos-, una versión más bien negra de los partidarios de una u otra facción en pugna. Resulta que el gran conflicto de las unidades de los respectivos ejércitos era la continua deserción, la más pérfida traición y el pobre o definitivamente nulo compromiso ideológico con los principios que los hacían luchar por una o por otra causa. Resulta ser que contingentes enteros de tropa iban de un lado a otro de los ejércitos, cuestión que se agudizaba cuando en alguna batalla o simple escaramuza una de las partes era vencida. La violencia con la que se trataba a los mandos, contrastaba con la displicencia inaudita de la tropa cuya lealtad es todo un albur, como si todo lo que los teóricos y estudiosos, o la monumentalidad de la narración que eleva a unos e injustamente enjaula a otros, realmente fuera producto de compromisos que un conjunto de gentes con escasa o nula educación, comprendiera, siendo que no eran en su mayoría más que un conglomerado paupérrimo arrojado por la leva a una lucha de la que entendía muy poco (creer que todos los contendientes eran Lucas Alamán o Ponciano Arriaga es un despropósito).

La historia del siglo diecinueve en México es más un juego de intereses de élites, arropadas por uno u otro discurso ideológico que difundieron un grupo escaso de intelectuales que quizás sin ser su intención, nutrían más el pretexto a la excepcionalidad de unos por sobre otros. No quiero decir que todos estuvieran en esta situación. Siempre hay quienes realmente creen en una causa sinceramente y son capaces de ofrendar su vida y hasta hacerlo con la plenitud de su conciencia. Pero un grueso de la población carente de ese tipo de compromisos es horroroso, y más cuando parece que ese pasado no es tan lejano. Pensar que el sentido de nación nace con Juárez y los conflictos identitarios mueren con el Emperador Maximiliano que arenga a los hombres del batallón de los Supremos Poderes que ofrece su sangre a su nueva patria, parece que no es así. Y jamás podrá cimentarse nada lo suficientemente perdurable y fuerte, cuando se tiene que campear con la ignorancia de las mayorías y el escaso o nulo compromiso con ciertos principios de los sectores en el poder, que más bien aparecen en la historia patria como mercenarios de sus propios intereses (recordemos a esos desagradables juniors organizando una revuelta contra el gobierno en plena invasión de los EEUU, llamados polkos) y como Antonio López de Santa Ana, a veces son conservadores, u otras liberales, según dicten las circunstancias en una especie de falso pragmatismo. Reaccionar con realismo ante las circunstancias, no implica dejar de creer y de luchar por una causa, tomar las armas por un partido o por otro, no es cuestión de un mero beneficio material inmediato, o de un “olvido” de la causa originaria. Observar a las masas acumulándose no es señal de nada objetivo, puede ser manifestación de la vacuidad espiritual y una carencia anémica de compromisos trascendentes, una especie de farsa en donde se hace como que son libres, que tienen voluntad, que luchan por una causa, que tienen esa conciencia indispensable por la que un sistema político democrático existe.

Liberales, México siglo XIX. Foto Archivo

Sin educación, la democracia es una farsa. Sin la toma de partido generada por la auténtica conciencia, es un juego estúpido que ya tendrá un idealista futuro que lo rellene con un sentido imaginario que en su tiempo no era más que mezquindad. Un principio que simbolice la unidad de la historia, que encarne la reconciliación de un espíritu escindido, es lo más necesario en un país que no termina de cuajar su sentido de ser con todo y lo que diga el nacionalismo posrevolucionario del siglo veinte. No, cuando aún persiste el subdesarrollo intelectual de una gran parte de la población a la que ya no basta asistir al colegio; no, cuando entre los países de la OCDE se esté en el último lugar en conocimiento y habilidades en ciencias y humanidades como arrojara la prueba PISA. Tenemos un pueblo de reprobados cuya presencia en las aulas parece un ridículo, una leva escolar como aquellas de sus abuelos que pelearon tantas guerras e ignoraron el sentido de ellas, que lo mismo militaron en un partido que en otro y que sin rubor alguno eran guiados por intereses pecuniarios. Es un juego absurdo que pone en duda la modernidad de una nación que se ve nuevamente amenazada por el discurso fanático del nacionalismo del norte y que tiene que enfrentarse otra vez, aunque en condiciones diferentes, a amenazas que la tienen que obligar a pensarse y repensarse continuamente, operación espiritual que no puede hacerse ni con matices ideológicos, ni ignorando su propia historia. Observar cómo y por qué los sujetos han actuado, es la mejor base para construir un muro que nos aleje de la sempiterna amenaza. El muro lo constituye el propio pueblo, comprendido como un conjunto de entes conscientes de sus capacidades y de los riesgos de vivir en libertad, amalgamados por sus leyes, ordenados por sus instituciones, fortalecidos por el nutrimento del conocimiento que da conciencia y no hace la apariencia de una nación moderna que no lee, que no aspira, que vive al día de un sueldo miserable y se excluye de sus responsabilidades cívicas culpando a otros de sus deberes públicos (cuando muchos no pueden siquiera respetar una señal de tránsito), siendo la permanente “víctima” que más parece el eufemismo de un menor de edad que no quiere ser destetado del seno tóxico de su madre la irresponsabilidad.

Es trágico no perseguir un rumbo claro, y es muy desgraciado que nos lo recuerde nuestra relación problemática con un exterior que también está viviendo entre sus propias contradicciones, que nos llevan casi a la misma época con la que comienzo la presente reflexión: de un mundo moderno, de respeto a los derechos humanos, civiles y políticos, cosmopolita, tolerante…, con otro retrograda, irrespetuoso con todo los que signifique derecho, provinciano, intolerante, fanático, ignorante, etc…, vivimos tiempos de cambio ( el “cambio” no siempre es para mejor) y es para ello que tenemos que voltear para atrás y comprender lo recorrido, porque los mexicanos simplemente no nos podemos permitir errar otra vez manteniendo toda la incongruencia que subyace en nosotros mismos, en nuestras contradicciones que ya costaron tanto y que todos los días, cuando vamos a la universidad o al trabajo, nos lo recuerda todo ese agresivo desorden, todo ese primitivismo precavernario que siempre se nos ha presentado como la roca que Sísifo tiene que empujar por el sendero inclinado de nuestras malsanas costumbres (ni todas tan buenas, ni todas tan estéticas).

Revista Escribas