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Roberto Baltazar Márquez1

En el campo mexicano se vive una batalla silenciosa, sin reflectores, que todos ignoran porque nadie ve y pocos conocen. No en balde, numéricamente somos un país urbano hasta la médula, en el que la proporción de la gente que vive en el medio rural es irrelevante comparada con la que vive en las ciudades y aún en aquel medio, la proporción de campesinos es mínima respecto al resto de la población y todavía de aquí, es necesario descontar los campesinos pequeños propietarios, para que el resultado sean los campesinos que son ejidatarios o comuneros, los otrora detentadores de la propiedad social. 2

El virus que nos cerca y tiene más de dos meses rondándonos, no hace sino encerrar más esa lucha, ocultarla aún más. No solo es que los campesinos vivan en el encierro como todos los demás, sino que es su lucha es la que puede quedar enterrada debajo de un proyecto que no la considera importante. Es tesis de este trabajo que el modelo de la tenencia de la tierra no variará mucho respecto de la que prevaleció hasta el 30 de noviembre de 2018, por lo que las necesarísimas reforma al marco legal agrario se postergarán largamente, sin que los campesinos puedan hacer nada para evitarlo.

Sin embargo, esos necios campesinos siguen ahí; son una muestra viva de que México es diverso y que su plurietnicidad nace de la relación del hombre con la tierra, que da lugar a culturas diferentes y únicas, difíciles de distinguir para los enemigos de clase y para quienes enarbolan el pensamiento igualitario que anula la discusión de las ideas como forma primigenia de fortalecimiento de la vida pública. Los campesinos se niegan a desaparecer porque México también es suyo; lo tienen que repetir hasta que lo escuchen las fuerzas que les pretenden quitar hasta ese derecho. Su persistencia es tozuda, terca, admirable y hoy, aun cuando tienen todo en contra y vivimos bajo una emergencia imprevista, con la amenaza del desempleo y la mayor crisis económica de la que se tenga memoria, son un sustento importantísimo de la nación y uno de sus pilares económicos más importantes, además de ser el principal aportador de alimentos a la mesa de los mexicanos. Nuestra dependencia de ellos se marca especialmente en tiempos como los que vivimos, en los que los aparatos productivos se detienen, mientras los campesinos siguen en su empeñosa de labor diaria.

Zapatistas en el Caracol, La Garrucha, Chiapas, Enero 3, 2014. Foto J Jataricab Rodriguez

Pero el mundo actual no es propicio para los campesinos. El neoliberalismo que domina las estructuras económicas, por el que se presentan las relaciones de producción dominantes, los considera como acompañantes inevitables y molestos, apenas necesarios de la modernización que pregonan. Las cosas han empeorado para ellos en los veintiocho años de vigencia de la Ley Agraria. Todos tenemos que reconocerlo, incluso quienes participamos en la construcción del andamiaje por el que se mueven las relaciones sociales, políticas y económicos de ese número indefinido de hombres y mujeres que tienen su sustento en las relaciones que establecen con la tierra. No debe llamar a sorpresa, que la enorme mayoría de los actores políticos que hoy dominan la vida pública, formaron parte de la construcción del estado actual de las cosas relacionadas con la propiedad de la tierra. Es increíble que esas fuerzas no sean capaces de ofrecer una propuesta acabada para modificar la situación agraria del país y sus regiones.

Al oírlos, admirados de todo, parece que acaban de llegar de otro país y que su inocencia se sorprende por la catastrófica situación agraria. No se identifican como copartícipes en la conformación de la situación agraria de 1992 para acá, la que no cumplió con los objetivos trazados; tampoco se miran en la implementación de la política agraria del presidente Salinas y quienes lo sucedieron. Algunos se escudan en que fueron parte de organizaciones sociales y que eso los exonera, cuando fue precisamente esa dinámica de participación ideada por Salinas, la que los hace cómplices del proyecto liberal en el campo y, específicamente, en la tenencia de la tierra. Otros fueron funcionarios que ya se les olvidó todo lo que no hicieron desde tribunales, registros y procuradurías: su escasa contribución a encontrar una fórmula viable desde las esferas económica y política a las luchas campesinas.

El gobierno de Andrés Manuel López Obrador tiene ya la cuarta parte del camino recorrido, tiempo más que suficiente para emprender un proyecto agrario. Llama la atención que son dieciocho meses en los que la impresión generalizada es que nada ha cambiado y lo que ordinariamente se hace, es bajo los mismos criterios de las últimas tres décadas. No solo preocupa una inactividad política tan marcada, sino la inoperancia institucional, el aferramiento de los procesos agrarios lesivos, la poca inversión pública y privada y el abandono de los campesinos como clase social.

Campesinos zapatistas. Foto School for Chiapas

No es una exageración decir que los ejidatarios y comuneros son invisibles para el régimen, por lo que no pueden voltear a ver lo que no miran, por ejemplo, el comportamiento de los procesos agrarios que alteran la vida interna de los núcleos agrarios y la de los propios campesinos. Procesos agrarios inalterados, de los que no se percatan en las dependencias que se encargan de la procuración e impartición de justicia, a pesar de que transcurrió ya una cuarta parte del sexenio. Vistos los ejidos y comunidades en su ángulo de tenencia de la tierra, el gobierno actual no ha instrumentado ninguna acción institucional de mediana relevancia, lo que en los hechos es una tragedia en contra de los sujetos agrarios, término en boga en estudios y programas agrarios, con el que se descontextualiza toda la lucha campesina.

¿Que significa eso? Varias cosas, pero una fundamental: los campesinos no son una prioridad en este gobierno y el desarrollo económico a partir del reordenamiento territorial no es una política que esté en su proyecto político. Esta apreciación quedó definitivamente establecida desde la publicación del Plan Nacional de Desarrollo, que carece de acciones públicas para lo agrario y lo confunde con lo agropecuario.

El asunto es grave porque en la tenencia de la tierra deberían confluir los componentes del Estado mexicano para intentar detener el proceso de desamortizacion de la tierra y su acumulación en manos privadas. Que la tierra ejidal sea una mercancía más, fue el objetivo de la reforma salinista y es uno de los sueño liberales más anhelados. Nadie podría refutar con razones de peso, que carecemos de acciones públicas para desestimular ese pernicioso proceso agrario que, además de atentar contra el ejido como forma predominante de la tenencia, significa mucho más para la estabilidad política y económica. No nos llamemos a sorpresa, cuando los campesinos vuelvan a tomar la tierra.

¿Cuántas millones de hectáreas han dejado de pertenecer al régimen ejidal y comunal? ¿Cuántos ejidos han desaparecido? ¿Qué usos se le da a esa tierra? ¿Cuáles han sido los impactos sociales y económicos en las poblaciones que han visto decrecer el número de hectáreas ejidales? ¿Cuántas hectáreas boscosas forman parte de parcelas que cambiaron de destina? ¿Cuántas hectáreas pasaron a manos de funcionarios y exfuncionarios municipales, estatales y federales? Son preguntas sin respuesta, no sólo por la presión política inevitable, sino porque se desconoce la información y no se ha querido investigar. Pero la pregunta más importante, para la que tampoco tenemos respuesta es ¿qué pasó con esos campesinos antes ejidatarios que vendieron su tierra? ¿Dónde están? ¿Siguen siendo ejidatarios con derechos pero ahora sin tierra?

Es por eso urgentísimo defender al ejido. Ese tendría que ser el grito de batalla de quienes aún tienen la sensibilidad de percatarse que el ejido representa una forma sólida de justicia social, porque garantiza que la tierra esté en muchas manos;  que es también un mecanismo para obtener mayores índices productividad, así lo demostró el milagro mexicano de mediados del siglo pasado que se fincó en los elevados índices de productividad de la producción ejidal. La propiedad de la tierra en manos de ejidatarios y comuneros otorga, además, la base real de la paz social, últimamente sobajada ante el abandono del Estado de vastas porciones del territorio que se han vuelto presas del crimen organizado. ¿Cómo andan las cosas en las cañadas de Durango, en las selvas de Quintana Roo, en los pastizales de Chihuahua?

No es poco lo que el ejido le da al país, pero nadie le quiere reconocer sus aportes y lo ven como lo que no es. Al ejido hay que defenderlo de sus enemigos históricos que lo combaten desde su nacimiento (PAN, iglesia); también de quienes lo ven como tierra de oportunidad para rápidos negocios (inmobiliarias, industrias, despachos); de sus amigos históricos que nada han hecho en el pasado reciente (PRI, CNC); de sus nuevos amigos (Morena, otras organizaciones campesinas), que lo tienen como reserva clientelar; del capital que usan la migaja como divisa de cambio (empresas de hidrocarburos, mineras); de los agentes públicos (PA, RAN, TA) que no han hecho nada para evitarlo.

Como puede verse, los enemigos del ejido son poderosos y numerosos. Y hoy, para rematar el panorama nada halagüeño, aparece el virus con su cauda de incertidumbre del futuro, pero también con la certeza que desde lo público, las cosas irán peor.

Mujeres campesinas. Foto School for Chiapas

Es preciso añadir que también dentro del propio ejido existen enemigos, toda vez que es imposible pensar que el número de personas que integran los más de 33,000 ejidos mantengan una uniformidad ideológica, política, social, geográfica o de intereses. El ejido, como espacio de representación política, no es ajeno a las prácticas que se observan en el resto de la sociedad, en él se guardan muchas de sus características. Los ejidos funcionan como cualquier otro conglomerado social o político y mucho de lo que hacen es a partir de la virtud social y personal, del trabajo fecundo, pero también del interés avieso y desmedido, que solo busca el beneficio individual.

En sus adentros también existen adversarios a la propiedad social, que ven en la venta indiscriminada de tierras ejidales y en la alteración de los procesos agrarios, la posibilidad de hacer pingües negocios, como ha sido en los últimos veinticinco años. Es imposible poner en un nicho de virtud a los ejidos y ejidatarios, porque también ahí, el máximo producto de la Revolución mexicana: la propiedad social, sufre el acoso de quienes quieren ver la extinción del ejido.

Todo mundo sabe que existen dos iniciativas de reforma a la Ley Agraria de 1992: las presentadas por José Narro y por Ricardo Monreal, que tienen mucho más de un año en comisiones de las Cámaras, esperando ser discutidas y analizadas, pero que no existe poder humano que las haga avanzar y siguen ahí durmiendo el sueño de los justos.

No es un descubrimiento decir que el virus también provoca que el rezago legislativo se acumule, que haya muchas menos iniciativas que se discutan y se suban al Pleno. Es altamente posible que esa parálisis legislativa lleve a una redefinición de prioridades en cada bancada y en los espacios  de decisión política, que son los auténticos legisladores. Los senadores y diputados que coordinan y dirigen el proceso legislativo, que se cuentan con los dedos de la mano, tendrán que consultar nuevamente con el presidente de la República, el nuevo enlistado de asuntos y su priorización para impulsar su proyecto político; si antes no estuvo en los primeros sitios, no existe razón alguna para que creer que ahora lo esté.

Pero ese es solamente una parte del problema, la otra tiene que ver con la mayor polarización que el virus deja día a día en la arena política y una distancia enorme entre los proyectos para sacar el país adelante. Parece que el presidente desde su púlpito mañanero dice que no necesita a nadie para gobernar, en tanto que la oposición está tan descabezada que no atina siquiera a forma un frente para paliar los efectos del coronavirus. Se distingue todos los días un diálogo de sordos y una ausencia de proyecto social para la propiedad de la tierra.

En medio están las iniciativas presentadas u otras que se encuentren en ristre. En otros espacios hemos analizado a ambas, por los que es indispensable puntualizar lo dicho antes: una de esas propuestas es la continuación de la actual Ley Agraria, es decir, seguir el principio gatopardista para que el ejido siga desangrándose hasta su desaparición. La otra concentra la inviabilidad en su esencia, es políticamente inoperante y encuentra desde su condición de iniciativa, una serie larga de férreos opositores. Acercar ambas posiciones y de ahí encontrar una ley que regule los procesos agrarios de mejor manera e, incluso los modifique o extinga, es la gran aspiración de una nueva visión agraria.

Esa es otra tesis de estas líneas. Ese tiempo no llegará y ambas iniciativas pasarán a ser uno ejemplo más de los proyectos que se acumulan en la congeladora legislativa. Mientras los campesinos nos miran a lo lejos como diciendo: ai se lo haigan con su ley.

El objetivo es solo uno: defender al ejido.

1Realizó estudios de posgrados en: Esp. Políticas Públicas y Equidad de Género, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Planeación y Operación del Desarrollo Municipal y Regional: Metodología y Herramientas, Instituto Nacional de Administración Pública, A.C. El Enfoque Territorial del Desarrollo Regional, ONU (FAO-FODEPAL)

2Pérez Castañeda Juan Carlos y Mackinlay, Horacio ¿Existe aún la propiedad social agraria en México? Revista Polis, primer semestre 2015, Vol. 11, No. 1 Pag. 45-82.

 

 

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