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Roberto Baltazar Márquez1

Extender una sensación placentera es una de las razones que le dan sentido a la vida y es, con seguridad, el máximo avance cultural del ser humano por el alto nivel de conciencia e inteligencia que lleva intrínseco. Puede serlo bajo cualquier forma que adquiera esa emoción que colma los sentidos, ya sea un placer natural o uno humano, cuya claridad divisoria no requiere de mayor explicación.

Los primeros ahí están desde siempre. Hace miles de años ya era posible contemplar el agua en su estado puro del Cañón del Sumidero, el juego de sombras de las Barrancas del Cobre, el tráfico de nubes de las Cumbres de Maltrata, el acuario multicolor del Golfo de California, los bosques de oyameles de la Meseta Purépecha, el temible amanecer del Cofre de Perote y otros miles de espectáculos únicos en México y el mundo. Ante esos prodigios, únicamente queda la contemplación como forma de llenarse de mundo y apreciar la belleza existente. Son lugares a los que hay que sentir con algo más que los sentidos y jugar a prolongar el tiempo. Por ejemplo, navegar por el Grijalva en el Cañón del Sumidero es una experiencia que absorbe minutos e incluso horas y los sentidos no terminan su alteración.

Los otros placeres, los humanos, son mucho más complejos y exigen del observador una actitud crítica que sepa distinguir la genialidad: ahí radica su encanto. Disfrutarlos requiere alguna preparación, ciertos antecedentes culturales y educativos y una singular predisposición en el ánimo. No cualquiera mira los techos y paredes de la

iglesia de Tonanzintla y suelta un ¡ay! de asombro, mientras siente que la belleza tiene una referencia válida. Detenerse a verlos con suficiencia necesita cierta inversión de tiempo, porque lo que generan no son procesos automáticos, sino actos reflexivos, que despiertan la curiosidad. Así, por ejemplo, ponerse enfrente de Las dos Fridas, requiere una mayor exposición para que las reacciones químicas que iniciaron instantes antes terminen su recorrido cimbreante por el cuerpo. Deleitarse un rato largo en el Zócalo, es adentrarse en el pasado pétreo y poder aquilatarlo en su real magnitud. Escuchar Un réquiem alemán, es un profundo acto reflexivo ante los caminos oscuros que se recorren con la muerte.

Para el orden personal, esta limitadísima relación de momentos placenteros puede ser sustituida y ampliarse libremente para poner los que correspondan a cada uno, porque esa persona disfruta con cosas distintas al otro; sin embargo, en el orden de cada individuo, es imposible sujetar cada uno de esos momentos, someterlos a un ritmo, una rutina, una periodicidad, de ahí que el patrón deba ser la espontaneidad y la sorpresa. Ahí radica el encanto.
A pesar de todo ello, la vida vista así tiene enormes limitantes porque solo se distingue su lado luminoso y hedonista, lo que dista mucho de ser un ideal que, además de imposible, es absolutamente fastidioso, contrario a lo que anhela un espíritu libre, otra de las grandes aspiraciones que tenemos en la vida. Pero, además, es la vida vista de lejos, como espectador.

La mayoría de la gente se ubica en este gigantesco segmento porque no dispone de esas grandes capacidades para crear belleza. Nuestras habilidades como masa son tan pobres que no pueden aventurarse por los caminos de la creación artística, esos que llevan inherentes la transmisión de una emoción honesta. Pero lo bueno del arte es que uno se lo apropia y, casi sin sentirlo y menos pretenderlo, ya lo tenemos como nuestro. Al escuchar la Cuarta Sinfonía de Johannes Brahms sé que es mía.

Esto es precisamente lo que sucede con casi cualquiera de las obras de un compositor con el que el mundo convive de buena forma desde hace un cuarto de milenio. Nació en Bonn, en el reino de Renania, un siglo antes que se constituyera lo que hoy conocemos como Alemania. Beethoven tiene 250 años entre nosotros y es, probablemente, la persona que más ha hecho por el mundo para hacerlo un mejor lugar para vivir y a las personas para hacerlas mejores seres humanos. Su influencia es ininterrumpida en este larguísimo tiempo y se extiende por todos los estratos sociales y su música e imagen la emplean muchas de las expresiones artísticas que tienen vigencia ahora, sin que desmerezca un ápice su extraordinario nivel musical.

Beethoven no era el niño prodigio que sí fue Mozart, pero se defendía muy bien desde temprano edad en la interpretación del piano. Su gran sueño desde niño fue ser «Kapellmeister» de alguna de las capillas de Bonn, como lo fue su abuelo, de quien heredó las aptitudes para la música, mucho más que de su padre que se perdió en el alcoholismo. Al no lograrlo, Beethoven se convirtió en uno de los primeros músicos independientes en la historia de la música, logro que no se ha apreciado en todo su valor, puesto que fue lo que permitió que la actividad del músico se hiciera una profesión no sujeta a los caprichos y vaivenes de la aristocracia, que para entonces la pasaba muy mal con el advenimiento de la Revolución francesa. En este sentido, sin Beethoven no tendríamos al rockstar, ni a los divos de la música de concierto y tampoco, hecho mucho más importante, la libertad que requiere la música a partir de entonces. No obstante, los primeros años de Beethoven sí se presentaron en la lógica de sobrevivencia que prevaleció entre los grandes músicos de su época y anteriores, principalmente porque aseguraba el futuro económico.

La vida de Beethoven corre paralela al afianzamiento de la burguesía como clase dominante, que sirve de motor de la vida económica y social en ese juego de contrarios que estableció con su antagónico: los proletarios. Esa lucha de contrarios, de clases, está también en la vida de Beethoven como un asalariado más, muy a su pesar, según lo reconoce él mismo. Está inmersa, además, como parte de la formación del Estado alemán. Como lo dice su biógrafo Maynard Solomon: «Durante el siglo XVIII Alemania era una organización laxa formada por una nutrida serie de pequeños territorios y dominio feudales, los llamados «Kleinstaaterei», gobernados por centenares de soberanos… Esta confederación fragmentada, abigarrada y decadente estaba constituida por unos 300 que territorios que giraban alrededor de los centros gemelos de Berlín y Viena. Bonn… debía fidelidad a Viena, sede del Santo Imperio Romano». Esta historia, lo sabemos ahora, culminaría un siglo después con la constitución del Estado alemán, que ocurrió en 1871, cuando esos territorios germanos se unificaron.
La ascensión de la burguesía trae consigo, como en el resto de la Europa más avanzada, la consolidación de la Ilustración, como principio político e ideológico del régimen. Es por eso que se da «la emancipación de los siervos, la difusión de la educación, la secularización de las tierras del clero, las reformas impositivas y jurídicas…» Esta es la educación de Beethoven, a la que se adhiere sin culpa ni remordimiento. Abraza las enseñanzas de la Ilustración y con ellas, toma un camino más libre. Pero está formación ideológica de Beethoven jamás es lineal y pasa por distintas etapas de confusión propias de su manifiesto estado rebelde que siempre lo gobernó.
Muy al estilo de los gustos de la gente de los reinos germanos, a Beethoven nunca lo abandonan los deseos de escribir música para «la muerte del héroe», desde su primera obra con profundidad, la Cantata por la muerte del emperador José, hasta llegar a su etapa heroica. Esta es una característica muy importante de su música, puesto que estuvo presente en su etapa más productiva y a ella se deben muchas de sus mejores obras. Beethoven, como todos los músicos importantes, se nutre de lo que su cultura le impregna y si esta es popular, como lo fue, de ahí abrevará para crear su propia música a partir de sonidos y visiones legendarias de los grandes hombres, porque solo a ellos les está reservada la condición de heroicidad.

Nadie que se dedique a la creación puede predecir qué rumbo tomará una composición artística de cualquier índole, así como tampoco tiene la capacidad de definir un estilo con antelación. El proceso creativo es el que marca los destinos de la obra en la que se trabaja. Muchos escritores dicen que los personajes en particular y la obra en lo general, tienen un alto nivel de independencia y autonomía respecto al creador, puesto que son ellos los que determinan el camino que va a seguir y las intensidades de las relaciones que establecen y los recorridos que seguirán el argumento o el ritmo, lo que es rigurosamente cierto. El personaje lleva al escritor al rumbo que él pretende. En la creación hay una parte, a veces grande y otras más pequeña, que corresponde a fuerzas no conscientes y no hay porque dudar que en la música sucede exactamente igual.

Sin embargo, la creación artística sí puede sujetarse a un plan preconcebido, como el compositor alemán lo hizo para crear su estilo heroico, que inicia formalmente con la Sonata Kreutzer para violín y piano, en la que logra un equilibrio protagónico entre el violín y el piano, grave aspiración clasicista, y abre las posibilidades del conflicto bajo una estructura que más parece de concierto. Con el conflicto expuesto por la sonata, absolutamente romántico, es con el que deja atrás la etapa clásica bajo la que se formó. Beethoven toca las puertas de la historia y se le abren de par en par. La mejor definición del estilo que viene y se preconfigura en la Sonata, la hace Tolstoi, escritor de la novela del mismo nombre escrita 85 años después, quien asegura con razón: “Estas obras deben ejecutarse sólo en condiciones graves e importantes, y sólo cuando deben realizarse ciertos hechos que corresponden a esa música”. Claro, porque al héroe sólo se acude en circunstancias especiales.

La Tercera Sinfonía está catalogada como la obra más importante en la historia de la música de cualquier género y es en ella donde Beethoven alcanza por primera vez ese estilo heroico lleno de grandiosidades, de leyendas trágicas. La energía es su sello distintivo y no sólo se escucha, sino que se ve en los esfuerzos de todos los instrumentistas cuando en cada compás tienen que ejercer una presión inusual para obtener la nota que pide la partitura. Existe un antes y un después en la música a partir de la publicación de la Tercera. Es como la literatura, en donde la publicación del Quijote señala la modernidad de las letras y el nacimiento de la novela.
La Tercera tiene elementos que revolucionaron la música; uno es que, por primera vez, los movimientos de la sinfonía tienen organicidad y aparece un concepto de totalidad en torno a una idea, de unidad, que no es otro que el héroe. El hecho mismo de lo heroico es un aspecto sobresaliente porque hace que la música ya no sólo transmita emociones, sino, también, ideas, en virtud de que la heroicidad no es una emoción, sino la idea de una persona que reúne ciertos aspectos de valor, arrojo y patriotismo. Un elemento innovador más es su capacidad para generar dislocación corporal, al poner los acentos en donde es más difícil suponer que van, como lo hace en el scherzo, con lo que es capaz de generar una sensación de movimiento. Finalmente, con esta sinfonía Beethoven le da su tamaño real a la orquesta sinfónica que fue la que imperó durante todo el siglo XIX y que tiene alrededor de 85 músicos y es la más comúnmente se utiliza.

La épica que corresponde al héroe es la duda que sobresale. Es un ser intachable que se alza con la victoria para robustecer su condición de ser superior, o es el héroe derrotado que fortalece su condición de hombre. Parece que Beethoven se inclina por esta segunda variante, porque su héroe muere efectivamente, pero deja atrás su estela intachable, al ser un humano de condiciones superiores. No hay que olvidar que el concepto hombre recién obtenía una nueva connotación, la de ser el eje del mundo. Se fundaba la visión homocéntrica y el hombre se afianzaba como el centro del universo. Atrás quedaba el concepto de comunidad, de clan, de tribu, ahora era el hombre el centro de las cosas.

Pero no hay que detenerse porque Beethoven nunca lo hizo. Qué duda cabe que las catedrales se construyen de los simples tabiques. Al ver una hilada de ladrillos, nadie podría suponer el resultado de Gaudí cuando construyó la Basílica de la Sagrada Familia. Igual sucede con Beethoven que usa un motivo rítmico elemental, tres notas cortas y una larga para edificar una catedral musical y dar paso a la Quinta Sinfonía.

Con seguridad, esas cuatro notas son las más famosas en la historia de la música y las más reproducidas que junto con la sinfonía en su conjunto, sirven para cualquier expresión del arte pop o del arte popular de nuestros días. Se repiten más de dos mil veces a lo largo de los cuatro movimientos, dicen los expertos, y lo mejor es que no generan cansancio alguno. La estructura de la sinfonía le da una solidez absoluta que no permite que decaiga la atención de quien escucha porque el movimiento es constante Mientras el allegro con brío del primer movimiento es una forma sonata con dos temas, de una brillantez admirable, en la que las notas suenan meridianas y dan la entrada nuevamente al tema épico, al héroe inmaterial. El segundo y tercer movimientos tienen un color más opaco, pero siempre grandilocuente y sonoro porque es heroico, en tanto que el cuarto recoge todos los materiales y les da mayor brillantez. Es una rendición al compromiso heroico, pero de una manera majestuosa, que no admite tristeza alguna y es un asomo a lo magnífico.

La larga coda de la sinfonía sobrecoge porque sabe uno que el héroe tuvo buen fin, que su paso por esta tierra fue benéfico y que el heroísmo beethoveniano no esconde nada. Que atrás de él no se encuentra el espíritu del compositor, tampoco el ser alemán, y menos el espíritu mitológico. La coda es la demostración que el héroe es uno de los productos de la Ilustración, del raciocinio; que Beethoven habla por todos los seres humanos que valen la pena.

Estas notas empezaron con el señalamiento que la extensión de los placeres es el sello distintivo del hombre en su nueva etapa, en la que no es casual que se consagre la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. Lo que extiende el compositor alemán es su música, hace desarrollos musicales amplísimos, a partir de los materiales que presentaba al inicio del movimiento, Para eso necesitaba ensayar con la forma sonata, porque su estructura misma lo permite al haber una exposición, un desarrollo y una reexposición. Estos elementos quedan nítida y ampliamente mostrados en las tres obras en las que se apoyan estas líneas.

Es necesario detenerse un poco antes de concluir para decir que Beethoven como cualquier otra persona destacada, puede ser usado por la gente que odia, por los hombres enemigos del hombre. Que su genialidad no está exenta de ser apropiada por aquellos hombres que sembraron el luto en el siglo XX en la sorprendente Alemania, más bien al revés. Su genio lo intentaron tomar los hombres carentes de escrúpulos, los que desconocen el significado de humanidad. Que su música pudo ser usada para justificar los peores crímenes de un régimen totalitario, uniformador y de los hombres que los perpetran.

Por eso es importante traer a cuenta las imágenes terribles de otro genio: Kurt Furtwängler, del que dicen fue el mejor director de orquesta de la historia de la humanidad y que se vio sujeto a una persecución atroz por las sospechas de haber colaborado con los nazis, por el simple hecho de no salir de Alemania cuando pudo y tocar para el Führer la música de Beethoven y otros. En la extraordinaria película Réquiem por un imperio, existe una imagen real, no filmada, que aparece como última escena de la película, que no sólo limpia en nombre del director de orquesta, sino el de Beethoven mismo e incluso el de la música. Su inocencia es absoluta, es la conclusión y la moraleja es que no puede ser culpable de que la música de Beethoven, que él sabiamente interpreta, fuera del gusto de aquel hombre que ensombreció el siglo XX y llenó de muerte al mundo entero. La acusación se centró en que no sólo tocó para la cúpula del ejército nazi, sino que al concluir aceptó el saludo de Hitler. Más allá de las razones políticas y de elemental cuidado de su persona para aceptar el saludo de mano, está la imagen central: el director en el escenario da la mano inclinándose un poco para llegar al militar, mientras que en su otra mano trae un pañuelo blanco que se pasa de mano para limpiar la terrible sensación de haber saludado a un genocida. Con ese solo acto, Kurt Furtwängler limpió a la música, colocó a la escoria en el lugar que le corresponde y reforzó el sitio de Beethoven, que está en el más alto nicho que la humanidad le reservó hace ya 193 años.

Beethoven es muchísimo más que lo que estas modestas líneas ofrecen. A lo hasta aquí anotado, le siguen cerca de veinte años más de producción permanente, en los que nunca claudicó a pesar del más horrible de los males para un músico: quedarse sordo.

1Realizó estudios de posgrados en: Esp. Políticas Públicas y Equidad de Género, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Planeación y Operación del Desarrollo Municipal y Regional: Metodología y Herramientas, Instituto Nacional de Administración Pública, A.C. El Enfoque Territorial del Desarrollo Regional, ONU (FAO-FODEPAL)

 

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