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Roberto Baltazar Márquez

Realizó estudios de posgrados en: Esp. Políticas Públicas y Equidad de Género, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales. Planeación y Operación del Desarrollo Municipal y Regional: Metodología y Herramientas, Instituto Nacional de Administración Pública, A.C. El Enfoque Territorial del Desarrollo Regional, ONU (FAO-FODEPAL)


 

La novela El principito es uno de los eventos centrales en la vida de una persona. Rondar los primeros años de la juventud y toparse con ese monumento literario revestido de austeridad en el lenguaje y de imaginación narrativa, es tener la seguridad de que las cosas tienen remedio y que, en ocasiones impredecibles, va a andar por ahí la persona que, de manera fortuita, tenga la oportunidad de recordarnos que la vida siempre tiene la necesidad de acompañamientos.

Antoine de Saint-Exupéry observa a su compañero sujetar la hélice Foto. GTImages

Esa enseñanza quizás la haya visualizado y sentido en carne propia Antoine de Saint-Exupéry en esas horas largas y solitarias que deambulaba por el espacio sideral, en donde daba rienda suelta a su pasión mayor: volar. Como se sabe, era un piloto avezado en los tiempos en los que la aviación era aún una aventura superior, que se usaba para que poco a poco, el mundo se achicara. Fue un empresario de los envíos por correo, se afianzó en Argentina, recorrió el mundo y dejó varios testimonios en forma de libros y entre ellos están: Tierra de hombres y Vuelo nocturno. Después, se alistó en el ejército francés para ahí terminar su vida en un accidente aéreo en la Segunda Guerra Mundial en 1944. Es terrible que apenas algo de su cuerpo se haya recuperado hasta el año 2000, aunque sigue el misterio si su muerte se debió a un accidente o fue producto de un ataque de la aviación alemana.

Como ningún otro escritor, la ruta de vida de de Saint-Exupéry, determina el rumbo que habría de seguir su literatura, la que se parece más un ejercicio biográfico de una actividad solitaria, que un esfuerzo narrativo, sin que por ello pierda un ápice de calidad, más bien al contrario, se concentra tanto en lo que vio, que es capaz de desdeñar lo baladí y abrir la posibilidad de que lo importante se haga dueño de su escritura, la que quizás provenga de su tercera actividad que también ejerció con claro ímpetu: el periodismo. En la obra de Saint-Exupéry y, específicamente, en El principito y en Vuelo nocturno, no hay una sola palabra que esté de más.

Ilustración de Cédric Fernandez para el album ilustrado de Saint-Exupéry

André Gide, otro escritor francés, dice en el prólogo a Vuelo nocturno “aquellas primeras experiencias… eran sumamente arriesgadas; al peligro impalpable de las rutas aéreas, cuajadas de sorpresas, se añade el pérfido misterio de la noche.” Y es que, si la noche es un misterio, volar en esas horas de oscuridad absoluta, multiplica las sensaciones de temor que prevalece a los misterios por descubrir. Con esa condición de angustia y competencia permanente creció de Saint-Exupéry y aquellos hombres, dice Gide, tienen una condición sobrehumana, calificativo que buscaron todos los exploradores del mundo y este francés, lo fue cabalmente. Pero esta circunstancia, remata el otro escritor y viajero permanente que fue Gide, quien recuerda a Platón que sitúa al valor como la última de las virtudes, ya que no se forma de “hermosos sentimientos: algo de rabia, algo de vanidad, mucha testarudez y un vulgar placer deportivo”, con lo que se explica por qué nuestro escritor escondió siempre esa divisa, pero que sin ella es imposible imaginarse El principito, que no es más que la consecuencia de esas interminables horas de vuelo, que lo llevaban de uno al otro lado del mundo, bajo las sensaciones desasosegantes de la soledad y el misterio, de las que está impregnada la novela de principio a fin.

El principito es un libro que pide a gritos una segunda lectura que le dedique un poco de calma, en virtud de que la primera, la de la juventud, siempre es apresurada, dada nuestra condición formativa que nos apura a leer de prisa una historia tierna, fascinante y profunda. En efecto, cuando nos enfrentamos a él por primera vez, habida cuenta que la lectura es un enfrentamiento bajo cualquier circunstancia, lo hacemos como se hacen las cosas en la juventud: lo leemos con el ansia de ver pasar una historia única y emocionarse en cada vuelta en página. En el primer enfrentamiento con El principito, se presenta la lectura en su estado puro, es decir, la que sobreviene a un lector que se regodea en las emociones que transmite línea a línea una historia que no es difícil de imaginar, de ahí su fascinación inmediata que se nos queda impregnada para siempre, sensación que explica la delicia de su lectura.

Como la juventud es una fuerza que avasalla y no se detiene ante nada, pronto nos olvidamos de aquella lectura casi pueril, pero después de algunos años, queremos regresar indirectamente a aquel libro que leímos de forma apresurada y se la regalamos a nuestros hijos, con la peregrina idea de que es un libro para niños. En los hechos, en ese momento nos damos por confesos de una confusión mayor, al pensar que es posible transformar a un personaje infantil en un libro para niños. Es un error generalizado pretender que los niños lean el libro, pensando que así les abrimos un mundo nuevo, pero no es así. Si bien es un error comprensible, producto de la buena fe y nuestros malos hábitos de lectura, no necesariamente está exento de inocuidad.

Toma aérea de Antoine de Saint-Exupéry Foto. GTImages

Para aquilatar El principito es imprescindible ver pasar los años y aprender que el libro merece una segunda oportunidad, y que ahora tenemos la ventaja de la calma y que ya nos damos el tiempo de leer El principito de una forma que deje huella profunda. Es muy oportuno hacer una analogía al comentario de un director de orquesta que concluye que no es sano dirigir la Sexta Sinfonía de Tchaikovsky antes de los 40 años, porque para se necesita haber vivido lo suficiente para enfrentar el cúmulo de sensaciones insanas que trae consigo la obra del músico ruso y en el caso del libro, se necesita algo de edad para apreciarlo en todos los términos que propone el autor.

Cabe añadir que es un libro que de un tiempo para acá ganó millones de adeptos y simpatías. Sus tirajes son abundantes, frecuentes, variados y mundiales y es posible que el encanto que ejerce tenga que ver con el personaje mismo, cuyas líneas centrales quedaron perfectamente establecidas por el mismo escritor desde la primera edición, que apareció en inglés y francés en 1943. Aquel modelo que dibujó un desalentado de Saint-Exupéry por el fracaso de su dibujo número uno, que ocasionó que quedara trunca su carrera de dibujante, nos dice en las primeras páginas del libro, es una monada de niño muy a la francesa.

Ni cabe duda que El principito es un libro que se entiende mejor si se conoce la fecha de su concepción y escritura, a saber: la Segunda Guerra Mundial que, entre tantas barbaridades, provocó la ocupación de Francia por la Alemania nazi, hecho que tiene directa vinculación con el autor de nuestro libro, puesto que buscó por todos los medios, durante su estancia en Estados Unidos, que este país abandonara su neutralidad inicial y entrara militarmente a la guerra, cosa que finalmente ocurrió después del ataque a Pearl Harbor, con las consecuencias que se conocen ampliamente.

No hay que culpar a la gente que se empeña en usar fuera de contexto las enormes enseñanzas que contiene El principito, aunque las llevan a un lenguaje simple y sensaciones prefabricadas; es así en virtud de que son tan atractivas que encajan en varios momentos de la vida y son aplicables a muchas de las personas y situaciones con las que nos cruzamos. Es inevitable que con El principito se haga negocio y mercadee, lo censurable es que la lectura lo resienta ya que es mucho más que frases felices, pues su propósito es más amplio y noble: llenar aquel mundo de pesadilla de la esperanza suficiente  para que el estado de cosas cambiara. Por eso es que la guerra está detrás del libro, porque es un grito para evitar la creciente deshumanización que nos lleva a tener una vida terrible, tan ausente de valores que den sentido a la vida.

Es sabido que la guerra se presenta siempre cuando los lazos que se establecen entre dos  países se rompen definitivamente y no existe modo de arreglarlos, ni persona para hacerlo. Esa separación lleva a una violencia inaudita que, a los ojos de un niño común, como lo es el principito, no tiene sentido alguno. Es la pérdida de humanización el primer resultado de la guerra porque se piensa que el otro ya no es igual a mí como resultado de haber perdido el sentido de igualdad bajo el que nos tratábamos. Esa es la óptica de los que dirigen la guerra, pero, también, por desgracia de los que cargan el arma y la apuntan hacia el otro, sin saber exactamente por qué.

Ya después vienen las razones propias de la guerra, las que llevaron, por ejemplo, a de Saint-Exupéry a participar como soldado francés en la Segunda Guerra, hecho que, por cierto, lo condujo a la muerte, o su pertinaz insistencia en hacer que Estados Unidos entraran decididamente a la guerra para ganarla, aunque, quizás, su deseo fuera únicamente que se acortara lo más posible, para no dar pie a tantas muertes inútiles. No es este el lugar para calificar las razones del escritor ni a las causas de la guerra en cada bando; de lo que se trata simplemente es destacar cómo la magistral pluma del escritor nos conduce por un complejo derrotero para decirnos, a través de distintos ejemplos, que el mundo se va apartando y que la gente, al no percibirlo, cae fácilmente en el garlito de la guerra, creyendo que con ella se salva el honor de la patria, el territorio, la vida económica, la supremacía de la raza y se olvida que lo esencial radica en la convivencia. Es increíble que un mundo con tantos avances como de 1939-1945, no fuera tan diferente del de hace miles de años.

La guerra es el extremo y es, por tanto, un destino; pero qué hay que hacer para llegar a él, para que ese sea el objetivo. No es difícil, entonces, concluir que la guerra es una construcción sociopolítica que usa valores tribales para llegar a ella y justificarse. Es ahí donde aparece la pérdida de humanidad con su cauda de desgracias: la deshumanización paulatina, el rompimiento de los afectos que nos sostienen con los otros, la ruptura de los sólidos lazos de la amistad, la desaparición del reconocimiento mutuo y, muy especialmente, el fracaso de la domesticación. En cada uno de los apartados del libro, algunos simpáticos y de una clarividencia asombrosa, está la clave para entender los orígenes de la deshumanización.

Con precisión de cirujano, pasa revista a distintos episodios como si estuviéramos ante una revisión de los nuevos pecados capitales, entendiendo que el escritor francés es un católico convencido. Sin embargo, el libro está tan bien estructurado que no propone ni permite se le quiera etiquetar como un proceso mecánico que tiene una ruta trazada con anterioridad para llegar a su objetivo. Tampoco es un libro inocente que engarce historias fantásticas sin propósito alguno. Es por eso que conviene detenerse en uno de los apartados centrales del libro: el que se refiere a la domesticación.

Empecemos por lo obvio. Domesticar es un verbo que en México se usa especialmente cuando se trata de la relación que se establece con los animales de la casa, aquellos con los que se desea convivir, especialmente perros y gatos, y proviene de la palabra latina domus que se refiere a un tipo de vivienda romana, por lo que se entiende que ese trata de lo que se hace en casa, el principal lugar de la convivencia. No es un error de traducción tampoco, porque en el original francés aparece la palabra apprivoiser, que literalmente significa domar, sinónimo de domesticar.  Existe, por tanto, una literalidad tan exacta que es necesario entender mejor para darle sentido a los que dijo de Saint-Exupéry. El autor no quiso decir que los lazos se crearan a partir del dominio, todo lo contrario, lo que se necesita es hacer tratable a quien no lo es, dice la RAE.

Efectivamente, la relación que hace falta es la que se la que se establece en un trato amistoso, de buena fe. Con los amigos, con los hijos, con la esposa, en el trabajo, en el tráfico, en todos esos actos de convivencia lo que queda establecido desde un primer momento es un trato que debe mejorarse en todo el tiempo. Domesticar no es un trato de dominio, sino para moderar la aspereza de carácter, sigue diciendo la RAE. Ahí está lo intrínseco de todo trato: la moderación que se pide y la moderación que se da. Nadie puede andar por la vida siendo exactamente como es, sino que tiene que establecer la voluntad de modificar el carácter y quitar las asperezas que se establecen desde el arranque del trato, a través de la moderación de la conducta y la palabra.

Solo así adquiere sentido el extraordinario pasaje del zorro y el principito, que pasa de un encuentro pleno entre los dos, llega un rápido rompimiento, a pesar de que en ambos a la posibilidad de la domesticación. Aquí sobreviene un elemento sin el que es posible que el trato perdure: el tiempo, porque para que esa relación contenga en su esencia las posibilidades del trato afectuoso, cotidiano y estimulante que supone un trato. Para domesticar se requiere invertir tiempo en el otro y si no hay esa posibilidad lo mejor es un alejamiento inmediato sin ruptura.

Como puede apreciarse con facilidad, El principito no deja de hablar nunca de la guerra, porque ese era el ambiente que abrumó aquellos años aciagos y bajo el que vivió Antoine de Saint-Exupéry los últimos cinco años de su vida y estaba convencido que la guerra era la forma suprema del rompimiento de los lazos y la mejor vía para que la vida sea insoportable.

El principito no es un catálogo de soluciones, como de manera simplista se la ha querido usar y etiquetar aprovechando la hermosura de sus líneas y el contundente fraseo que emplea el autor. Es algo mucho más complejo que el mismo de Saint-Exupéry propone en otro gran libro: “Ya lo ve usted, Robineau, en la vida no existen soluciones. Existen sólo piezas en movimiento: es preciso crearlas, y las soluciones vienen detrás”. Idea con la que es posible tomar la dimensión exacta de su propuesta estética y que deja atrás la manera comodina de obtener resultados del libro.

El principito es la postura de de Saint-Exupéry ante la guerra, que no puede ser más que un acto gigantesco por la paz.

 

Revista Escribas