Por David Martín del Campo
El hombre singular difícilmente sobrevive. Recuérdese al solitario Robinson en su isla desierta, ¿no salvó la vida sino al hallar al aborigen aquel, que de tan anónimo debió bautizar como “Jueves”? No es el caso, pues nosotros dependemos del señor de la tiendita, del farmacéutico, del taquero y del expendedor de boletos, del diputado de nuestro distrito y del locutor en la tele, de la novia, de los hijos, del señor cartero. “Vivir en sociedad” es nuestra condena, nuestro disfrute y nuestra condena.
La culpa es de Irving Berlin, autor de la deliciosa melodía “Cheek to cheek” que estelarizaron Fred Astaire y Ginger Rogers en aquella película de 1935, «Sombrero de copa», en la que los almibarados pretendientes cantaban, a toda baba, aquella estrofa inmortal del “Heaven, I’m in heaven, and my heart beats so that I can hardly speak…” Si, estoy en el cielo y difícilmente puedo hablar mientras mi corazón late de esta manera… porque somos promiscuos, ya lo decíamos, y Eros lo estableció de ese modo. Besucones, abrazones, coronavirusones.
Lo que no han dicho, porque por ahí apunta la conspiración, es que se trata de alejarnos definitivamente de la tentación comunitaria. Como el santo de Siria, San Simeón Estilita, se pretende que vivamos el resto de nuestros días en aislamiento, lejos de las incitaciones del pecado (¡ah, la carne del prójimo!), abrazando la vida contemplativa y la oración. El santo estilita vivió hasta el último de sus días sobre una torre de siete metros, alejado del tráfago humano y, ¡créanlo!, jamás fue infectado por el covid19.
Lo aseguró un epidemiólogo meses atrás: el microbio “no tiene patitas, ni alitas, ni anda buscando cómo adentrarse en nuestro organismo”. Somos nosotros mismos, con las manos, quienes no encargamos de abrirle las puertas al conducirlo a cualquiera de las mucosas, y si alguien está tosiendo delante de nosotros, por favor, conservemos el cubrebocas y saquémosle la vuelta.
Pero no: crecimos con la cultura de la “sociedad de masas”, por eso la plaza mayor del país no tiene jardines ni árboles, pues el zócalo fue proyectado para alojar a las masas aclamando al autócrata. Una explanada para que el pueblo celebre exultante, gritando loas y siquitibumes, llámese López Mateos, o López Portillo o como sea. Para eso se hizo el zócalo, igual que el Foro de Augusto en Roma, donde asomaba el César para convencer a sus prosélitos.
Ah, llegarán los días felices de la barahúnda*, en que podamos retornar al estadio y refrendar la “ola cocacola”, en que podamos regresar al boliche y saltar en bola después de la “chuza”, en que retornemos al Foro Sol a canturrear babeantes con Aída Cuevas o Pedrito Fernández. Nomás faltaba.